20 DE ABRIL DE 1810
Era ya casi de noche cuando golpearon en la puerta de madera de la casa de la familia Antón.
Graciela se asustó al sentir el golpeo fuerte y seguro de la llamada.
- ¿Quién va? – preguntó.
- El alguacil Abelardo. – se escuchó desde el otro lado de la puerta. Graciela abrió con desconfianza y extrañeza.
- ¿Qué le trae por aquí a estas horas? – preguntó la señora de la casa.
- Buenas noches Graciela. ¿Podría hablar con Leandro? – preguntó el alguacil.
- Está encerrando al caballo y dándole de comer. Ha estado preparando los bancales.
- Ya estoy aquí alguacil – gritó a lo lejos con voz grave Leandro Antón. - ¿Qué le trae por aquí a estas horas? Ya es momento de cenar.
- Mejor se lo cuento dentro si no les importa. Tardaré sólo unos segundos.
- Pase. Graciela, sácale un orujo al señor alguacil. Usted siéntese. – le dijo en tono cansado, mientras dejaba el legón sobre la piedra de la pared.
Una vez todos sentados alrededor de la mesa de madera de pino, Abelardo, el alguacil, tornó el rictus de su rostro adquiriendo un tono de severidad y formalismo.
- Les traigo instrucciones del general Pérez de Herrasti para que abandonen la casa lo antes posible y se alojen, al menos temporalmente, dentro de las murallas. Tenemos constancia de que el ejercito francés se dirige hacia aquí con intenciones de tomar la ciudad. El general les advierte que aquí no puede garantizar su seguridad y les invita a refugiarse en la ciudad. Pensamos que el ejército francés estará aquí en un par de días.
- Virgen de Dios- exclamó Graciela mientras su marido miraba fijamente al vaso de orujo. Tras un momento de silencio en el que se palpaba la preocupación Leandro afirmó: - de aquí no nos movemos Graciela.
- Pero cariño, ¿sabes lo que nos espera si nos quedamos aquí?- replicó la esposa.
- ¿Y a dónde quieres que vayamos? No tenemos quien nos de cobijo dentro de las murallas.
- El general ha habilitado unas dependencias para que puedan vivir el tiempo necesario. Eso si, tendrán que compartir el alojamiento con otros vecinos en su misma situación. – explicó el alguacil.
- Me da igual. No pienso abandonar lo único que poseo. Esta tierra es lo que mantiene a mi familia, si la dejo puede que ya nunca vuelva a recuperarla.-
- Pero Leandro, por favor aquí seremos presa fácil de los franceses, quién sabe lo que nos harán. Piensa en tu hija. Tan sólo tiene dieciocho años.
- Graciela, ya está pensado y no se hable más. ¿Qué interés puede tener una familia como la nuestra para los franceses? Pasarán de largo y se ocuparan de la ciudad fortificada. Eso es lo que les interesa, no dos hortelanos y una niña adolescente. Nosotros no somos sus objetivos.
- Leandro, piénseselo. Puede haber saqueos y quien sabe que más. – adujo el alguacil.
- Prefiero que me roben a perderlo todo. Mi tierra siempre será mía y las patatas seguirán creciendo.
- Como quieran. Yo les he advertido. – concluyó el encargado del general Herrasti.
30 DE ABRIL DE 1810
Aquella tarde de abril los nimbos encapotaban el cielo. Apenas se vislumbraba un rayo de sol y la oscuridad de las nubes presagiaban un inminente aguacero más propio del invierno que de la primavera.
Los campos agradecían las últimas lluvias caídas y rezumaban explosiones de color. El verde de los campos se mezclaba con el amarillo de algún cultivo de girasol poco cuidado y casi abandonado, el malva de las lilas o el rojo de las amapolas. Las encinas daban cobijo al ganado disperso y distraído. Aunque el escenario era propicio para el recreo visual, el terreno estaba completamente embarrado y difícilmente transitable por la acumulación del agua caída.
Este paisaje no parecía estimular el estado de desanimo de Jean Pierre Godin. Sus pies hinchados, el cansancio del largo recorrido y la perspectiva nebulosa y sangrienta de una nueva contienda con el objetivo de ampliar el imperio napoleónico a territorios que el nunca hubiera imaginado que pisaría en su niñez en Rouen, provocaban el desánimo en el joven soldado francés.
Hacía tiempo que sus sueños albergaban la posibilidad de poseer una pequeña tierra en su ciudad nativa que cultivaría y mimaría y cuyos frutos servirían para alimentar a una mujer hermosa que le diera al menos tres hijos. “La revolución se creó para que todos los hombres pudieran vivir en libertad y en condiciones dignas y no para extender el poder y sembrar la guerra”, pensaba Jean Pierre. Sin embargo a sus recién cumplidos veinticuatro años, se vio obligado a reclutarse. De esta manera al menos podría pasar parte de su paga para el cuidado de su familia a la que su padre anciano, enfermo e imposibilitado para la batalla y el trabajo, ya no podía mantener.
Cuando la tarde ya había avanzado los nimbos cargados de agua arreciaron un torrente de lluvia que caló hasta los huesos a todos los hombres del sexto cuerpo militar. Querían refugiarse, pero no había donde en una planicie interminable. Además quedaban tan sólo ocho kilómetros para su destino y el general Mermet dio orden de continuar hasta llegar al poblado de Pedrotoro. Allí podrían descansar y buscar algún refugio donde secar sus ropas.
El carácter pusilánime, sensible y culto de Jean Pierre contrastaba con la personalidad hosca y agresiva de sus compañeros del sexto cuerpo, que le apodaban “flétri” (mustio). El joven soldado solía estar taciturno y melancólico, lo que daba pie a que algunos de los integrantes de la compañía se mofaran de él con facilidad
- Flétri, mañana toca carne fresca. A ver si esta vez te estrenas. – le espetaba el soldado Jean Claude con una carcajada estrepitosa y contagiosa.
- Flétri, ¿qué te cuentan hoy esos libros que pesan más que lo que valen? – se mofaba su compañero André.
Ante las insinuaciones de sus colegas Jean Pierre solía refugiarse en si mismo y en sus pensamientos. No era feliz. El recuerdo de la casa de sus padres y de su hermana pequeña Juliette le sirvió para aislarse aún más durante el trayecto que aún quedaba por recorrer. Los libros eran otra guarida para “flétri”. Le gustaba leer a los grandes pensadores franceses; filósofos y politólogos que sentaron las bases de la revolución; una revolución que se había difuminado y que había perdido la esencia de sus valores.
La timidez del joven nacido en Rouen se debía también a un físico carente de vigorosidad, lo que le provocaba ciertos complejos de inseguridad. Escuálido y de estatura media, su rostro era afilado y aguileño con mejillas hundidas, nariz curvada y orejas pequeñas.
La intempestiva tarde se fue fundiendo antes de lo previsto, ya que las pertinaces nubes cerraban cualquier atisbo de claridad. Completamente empapados, el 6º cuerpo de Jean Pierre llegaba a Pedrotoro, situado a tan sólo cinco kilómetros del objetivo final de aquel despliegue militar; Ciudad Rodrigo. El trayecto había sido un calvario. Pero aún quedaba lo más duro.
Casi sin tiempo para el descanso y la recuperación el general Mermet dio las primeras instrucciones. Había que reconocer el entorno e intentar recopilar víveres.
2 DE MAYO DE 1810
La huerta hortelana era el principal sustento de la familia Antón. De ella se alimentaba y de ella obtenían las hortalizas que posteriormente comercializaban en el mercado franco de los martes de Ciudad Rodrigo. Estaba situada a unos tres kilómetros de la ciudad y en ella los Antón trabajaban todos los días para la producción de patatas, tomates, zanahorias, cebollas, calabacines, pimientos, lechugas y repollos. Para ayudar en las tareas, los Antón disponían de un percherón viejo y pesado, pero fuerte y robusto. La ganadería la completaban tres gallinas y un cerdo al que se cebaba con el mimo y la consciencia de que sería su suministro de carne a partir del próximo invierno. La casa era austera y sencilla, hecha a base de piedra y argamasa con un salón presidido por una gran mesa central de madera, una chimenea en la que la lumbre solía crepitar durante el crudo invierno y algún apero de labranza disperso desordenadamente entre las paredes.
Los cacharros de cocina se almacenaban en un armario de nogal que ordenaba Graciela con pulcritud. En los cuartos, el mobiliario era también escaso y sencillo; un colchón de plumas grande para el matrimonio junto con un arcón y un armario y un colchón más pequeño en la habitación de Azucena.
La hija de los Antón se parecía a su madre. No era excesivamente alta, a pesar de que su cuerpo ya estaba perfectamente conformado como mujer. De constitución fuerte, las sayas escondían sus caderas anchas y sus fornidas piernas. Sus ojos eran grandes y negros y su mirada profunda parecía mostrar un asombro permanente ante todo lo que veía. Su cara era redonda y su pelo negro y completamente liso, llegándole hasta los hombros.
Aquella noche seguía lloviendo, como lo llevaba haciendo desde hacía dos semanas. Graciela preparaba en la lumbre un caldo con patatas y tocino con rostro serio y sin apenas ganas de hablar. Azucena zurcía unas sayas viejas, mientras su padre Leandro estaba en el establo dando de comer al caballo y al resto del ganado.
La tensa tranquilidad de la casa se truncó cuando en la puerta de madera de roble alguien golpeó con insistencia en dos ocasiones.
“Santo Dios”, pensó Graciela que rápidamente abrazó a su hija.
- ¿Quién va? – preguntó la madre.
- Habrán la puerta, el ejército francés reclama su colaboración. – gritó el soldado Jean Claude.
- No tenemos nada que ofrecerles. Somos una familia pobre. – Suplicó Graciela
- Señora ábranos, aquí afuera está lloviendo. Solo queremos alguna galleta y algo de fruta si es posible y no la molestaremos más. Si no nos tendremos que ver obligados a derribar la puerta y todo será peor. Colabore con nosotros. – advirtió el soldado André que también iba acompañado de “Fletrí”, a quien le caía el agua como un riachuelo a través de su nariz aguileña.
Graciela echó de menos a su marido que debería de haber escuchado a los franceses a pesar del ruido de la tormenta. No sabía que hacer. Estaba paralizada por el miedo. Pensó que quizá todo se resolvería fácilmente dándoles algunas manzanas, algo de trigo y un poco del caldo que estaba cocinando. Con la mano algo temblorosa decidió quitar la tranca de la puerta mientras Azucena se quedó pegada a la piedra de la pared como salvaguardando al menos su espalda.
- Les daré algo de fruta y trigo. Mi marido está a punto de venir – advirtió Graciela intentando persuadirles de otras intenciones.
- Muy amable señora, no le importa que entremos para secarnos un poco- dijo Jean Claude, mientras entraban en el salón. Aquellos militares hablaban casi perfectamente el castellano, después de llevar más de un año en tierras españolas.
- Vaya, si tenemos a toda una moza – insinuó André relamiéndose los labios y mirando a Azucena. Inmediatamente Graciela se puso delante de su hija y dijo: - a mi hija ni la toquen, tan solo tiene dieciocho años, llévense la comida que quieran y déjennos en paz. Nosotros no tenemos nada que ver con esta guerra.
- Pues para tener dieciocho años parece toda una mujer.
- He dicho que se larguen, mi marido está a punto de llegar. Gritó Graciela como suplicando que su esposo la oyera y acudiera a su ayuda.
La paciencia de los franceses era escasa. Muchos días acumulados de lluvias y caminos embarrados y agotadores. André y Jean Claude se miraron mutuamente y pensaron que era el momento de tener una satisfacción. Tanto tiempo lejos de casa, sin sus mujeres cerca. Tanto tiempo purgando por sendas imposibles, arriesgando la vida entre cañonazos y bayonetas. La muerte viajaba junto a ellos y ahora era el momento de dejarla a un lado y disfrutar la vida. Una Graciela temblorosa y una Azucena virginal eran el premio a sus penurias. André agarró a la madre por la melena y la lanzó al suelo de un brusco impulso. La desprotegida Azucena miró desafiante a Jean Claude, quien la miraba con deseo. La agarró fuertemente por el brazo izquierdo y la joven charra irrumpió en un grito desgarrador y desesperado. – Calla fiera – gritó el soldado francés – vas a saber lo que es bueno.
De repente Jean Claude notó en sus costillas la boca húmeda de un fusil.
- Suelta a la chica inmediatamente – le dijo “fletrí” en francés con un tono pausado y sereno.
- Pero que haces imbécil, no te equivoques de enemigo. – le contestó su compañero sin mirar hacia atrás y con la cautela de saberse acosado por un arma.
Por su parte André se mantenía con la madre sujeta en el suelo y no daba crédito a lo que estaba viendo.
- “Fletrí” déjate de estupideces. ¿Qué vas a hacer? ¿Matarnos? ¿Qué le dirás al general? No seas idiota y suelta ese arma. Le dijo desde el suelo, mientras se levantaba lentamente con la madre sujeta fuertemente para que no pudiera escapar.
Las dudas inundaron la mente de “Fletrí”, que buscaba afanosamente una solución a la complicada situación en la que se encontraba. Había tomado un camino de difícil retorno. La materialización de su amenaza ante Jean Claude podría acarrearle un consejo de guerra. Sería su palabra contra la de su compañero André. Estaba en una encrucijada. El sudor empezó a caerle por las sienes sin saber que paso dar. André se dio cuenta del momento de indecisión y soltó a Graciela, que en esos momentos era menos peligrosa. La madre aprovecho para escapar a la calle y encontrar a su marido sin conocimiento, tumbado en un charco de agua. Inmediatamente André arremetió con su ballesta a “Fletrí” que estaba más pendiente de los movimientos de su otro compañero. Pero el joven “Fletrí” se dio cuenta de que André se acercaba hacía él y antes de que este pudiera alcanzarle, le disparó en el abdomen cayendo desplomado a los pies del joven francés. Jean Claude aprovecho para recomponerse y con su poderoso brazo derecho golpeó a “Fletri” que cayó al suelo desarmado. Ahora era Jean Claude el que con su fusil apuntaba a “Fletrí” mientras le decía. – Estúpido reza tu última plegaria- Instantes antes de que Jean Claude disparara su pólvora sobre su compañero, un golpe seco en la espalda lo dejó sin respiración y lentamente fue cayendo arrodillado, para finalmente desplomarse hasta agonizar. Graciela le había clavado un rastrillo en la joroba dando fin a una pesadilla inolvidable.
MÁS TARDE
“Fletrí” volvió a la disciplina del 6º cuerpo del ejercito francés. Justificó la muerte de sus compañeros André y Jean Claude debido a una redada sufrida por los lanceros de Don Julián Sánchez el Charro, de la cual el pudo escapar milagrosamente. Nadie investigó más. La familia Antón se refugió en las murallas de Ciudad Rodrigo donde encontraron refugio gracias a la camaradería de sus vecinos. Allí vivieron el asedio del ejército francés hasta que el pueblo mirobrigense tuvo que ceder al empuje y despliegue galo. La ciudad amurallada había quedado seriamente castigada y devastada y era dominada por el lado invasor. Las fuerzas napoleónicas campaban libremente entre un pueblo que les había plantado cara y al que ahora no le quedaba más remedio que doblar la rodilla y asumir su nuevo destino. A las numerosas bajas españolas sufridas en la defensa de Ciudad Rodrigo se sumó la pérdida de Leandro Antón que dio su vida por proteger a los suyos hasta el último momento.
Con el tiempo la ciudad recuperó su ritmo de vida habitual. La viuda Graciela y la huérfana Azucena volvieron a labrar la tierra y a vender sus productos en el mercado de los martes. Uno de esos martes en los que el sol parecía recuperar fuerza, “Fletrí” se acercó al mercado y se topó con el puesto de las dos mujeres. Azucena lo miró fijamente con sus ojos negros, grandes y profundos. No supo que decirle, por un lado quería ser agradecida y por otro odiaba todo lo que aquel uniforme de tonos azules y blancos representaba. Se miraron durante unos instantes y finalmente ella tomó dos manzanas y se las dio diciéndole: - Son para ti. Son el fruto de mi tierra y de la sangre y el sudor de mi padre.
2 comentarios:
cada vez te superas más. Me ha encantado.
Una pega, muy cortito. Quiero mássssssssssss
Se quedó corto porque lo escribí para un concurso en el que me limitaban el espacio que podía escribir. Cuando llegué a la última página tuve que cortar demasiado deprisa y por eso tienes esa sensación de. De todas formas si se te queda corto es buena señal. A ver si me animo y continúo la historia que creo que puede dar para más.
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