La vida te la dan, pero no te la regalan

domingo, 29 de mayo de 2016

TENDIENDO PUENTES



A veces lejos, a veces cerca. A veces de espaldas, a veces de frente, a veces de la mano. Dos culturas, dos ciudades protegidas por paredes ancestrales levantadas para guardar su esencia, para dejar claro que han sufrido, que han luchado en un pasado cada vez más lejano del que sienten cierta melancolía o saudade. Ahora luchan por ser atractivas en un mundo de modernidad. Ellas que de alguna forma se sienten mayores, que sienten el peso de la historia. Quieren sentirse vivas, quieren que no se las olvide y quieren sentirse orgullosas de sí mismas.
Por ello ofrecen buen vino, buen café, buenas carnes para comer, buen bacalao para almoçar o jantar. Por eso ofrecen lo mejor de sí y tienden puentes para unirse, para reivindicarse, para agradecer a quien las aprecia con su visita.  Quieren sentirse queridas y admiradas como señoras coquetas y presumidas. Ellas; Ciudad Rodrigo y Almeida.

Hoy de nuevo esas dos señoras ya mayores pero vitales, volvieron a tender puentes entre ellas. Un sendero fue el cauce, el ocio y el deporte el motivo. El mismo cielo que las vigila fue respetuoso hasta el final y los cien ciclistas pedalearon entre pistas agradables, encinares, sendas embarradas por las profusas lluvias de mayo y sombreados tramos de pinares. Dejando a un lado Carpio de Azaba llegaron a Gallegos de Argañan, para decir hasta luego a España, atravesando Fuentes de Oñoro. La bienvenida a Portugal la da Vilar Formoso. Terreno complicado por el agua y por el barro que lo hace divertido pero costoso. Sâo Pedro es la antesala de Almeida, la cual aparece tras casi 60 km de recorrido serpenteante.

Al finalizar el reto, la vetusta Almeida ofrece reposo y alimento y sus murallas se abren para un centenar de sofocados aventureros.

Premios y buen comer para recompensar y recomponer el cuerpo desgastado, para saborear el esfuerzo realizado.

El puente está tendido

lunes, 11 de abril de 2016

PERSIGUIENDO EL HORIZONTE



La idea era acariciar el mar. Navegarlo, sobrevolarlo, sentirse insignificante ante su inmensidad. Respirar el aire que nace en tierras lejanas portando el aroma de otros pueblos, el olor a brea, a salitre. Sentirlo romper, bramar. La idea era convertir la bicicleta en un velero y que las piernas revolucionadas por el viento del norte nos llevaran por caminos elevados bordeados de abruptos litorales, de escarpados acantilados moldeados por el viento, esculpidos por el rebelde y furioso oleaje. La idea era sentir el temor a la grandiosidad oceánica, avivar el corazón ante la bravura natural, ante el verde azulado iluminado por un atardecer.

Desde Santiago do Cacém hasta Porto Covo, desde Vila Nova de Milfontes hasta Zambujeira do Mar, desde Carrapateira hasta el Cabo de San Vicente, la idea era perseguir el horizonte inconscientes de que es imposible alcanzarlo, inconscientes de que al igual que las aves, tan sólo podremos contemplarlo sin llegarlo a tocar.

La idea era recorrer el Alentejo. Saborear la Rota Vicentina en Portugal, salpicados por las olas del irascible mar. Suerte que la idea se cumplió.





lunes, 14 de marzo de 2016

ROJO AMAPOLA

De aquella fría tarde de enero guardo un recuerdo nebuloso. Me veo tumbada sobre el gélido gres color crema de un suelo  que había barrido y fregado miles de veces y que en ese momento era el fondo en el que contrastaba el rojo oscuro del reguero de sangre que manaba de mi rostro embotado. Allí, casi inconsciente o totalmente inconsciente de lo que realmente sucedía, tuve la sensación de que todo acababa, de que todo moría. Fue en un último golpe de tos cuando tuve la sensación de volver a despertar. Como si de una sacudida se tratará mi cabeza empezó a bullir y a ella comenzaron a llegar recuerdos, preguntas, sensaciones que casi había olvidado.

”¿Dónde esta la roja amapola de aquel jardín de infancia? ¿Dónde quedó el sol de junio al acabar las clases, el vientre de aquel viento suave y embriagador, la cómoda de una habitación repleta de muñecas de trapo, la ternura de las manos desgastadas de mi madre, la mirada cansada de mi padre por encima de unos anteojos apenas reposados en su nariz?

¿Dónde quedó el calor de aquel brasero de cisco guardado en una camilla y un tapete de terciopelo, el café de mamá por la mañana, la miel y la tostada, el adiós de papa para ir a trabajar?

¿Dónde quedó el verano? Todo lo cubrió el invierno y ya no hay brasero. Se fundieron los colores, solo queda el blanco y negro.

Aquella niña no lo esperaba, nunca lo pensó. Aquella niña murió muy pronto. Aquellos tiempos, aquel recuerdo es el sustento del hoy y del mañana, aunque quizá mañana sea tarde”.”

De repente escuché unos pasos por el pasillo. Era Valeria, mi hija que por aquel entonces tenía siete años. Llevaba una maleta en la mano y de su cara corrían dos lágrimas cargadas de sal que irritaban sus mejillas. Se acercó a mí. Me besó en la frente y me dijo: - Mamá vámonos.

Hoy puedo mirar por la ventana. Sin miedo a mirar atrás, y desde mi camilla, entre los visillos, se puede ver un pequeño jardín. Allí, aprovechando la primavera, sobre la alfombra verde de hierba, nace el rojo de las amapolas que crecen sin que nadie se atreva a pisarlas.