”¿Dónde esta la roja amapola de aquel jardín de infancia? ¿Dónde quedó el sol de junio al acabar las clases, el vientre de aquel viento suave y embriagador, la cómoda de una habitación repleta de muñecas de trapo, la ternura de las manos desgastadas de mi madre, la mirada cansada de mi padre por encima de unos anteojos apenas reposados en su nariz?
¿Dónde quedó el calor de aquel brasero de cisco guardado en una camilla y un tapete de terciopelo, el café de mamá por la mañana, la miel y la tostada, el adiós de papa para ir a trabajar?
¿Dónde quedó el verano? Todo lo cubrió el invierno y ya no hay brasero. Se fundieron los colores, solo queda el blanco y negro.
Aquella niña no lo esperaba, nunca lo pensó. Aquella niña murió muy pronto. Aquellos tiempos, aquel recuerdo es el sustento del hoy y del mañana, aunque quizá mañana sea tarde”.”
De repente escuché unos pasos por el pasillo. Era Valeria, mi hija que por aquel entonces tenía siete años. Llevaba una maleta en la mano y de su cara corrían dos lágrimas cargadas de sal que irritaban sus mejillas. Se acercó a mí. Me besó en la frente y me dijo: - Mamá vámonos.
Hoy puedo mirar por la ventana. Sin miedo a mirar atrás, y desde mi camilla, entre los visillos, se puede ver un pequeño jardín. Allí, aprovechando la primavera, sobre la alfombra verde de hierba, nace el rojo de las amapolas que crecen sin que nadie se atreva a pisarlas.
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